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Pablo Trujillo Simón Bolívar

¿Qué pensaría Bolívar? (III)

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En las dos columnas anteriores de esta serie en la Revista Alternativa, busqué examinar y refutar el mito del Simón Bolívar proto-socialista, que busca establecer una falsa continuidad entre el pensamiento del Libertador y la ideología de las tiranías radicales de nuestros tiempos. Establecí que, a diferencia de Castro, Chávez y Maduro, Bolívar fue un fiel heredero de la tradición liberal de la Ilustración. Creía en la construcción de un futuro basado en la igualdad legal entre las personas, la libertad individual, el libre comercio y la apertura a la inversión extranjera.

Fue, además, precursor del conservatismo en la medida en que enfatizó la necesidad del orden público y la unidad nacional, condiciones difíciles de asegurar en nuestros países a principios del siglo diecinueve. Para Bolívar, estas circunstancias ameritaban la construcción de un gobierno centralizado y paternalista, no para promover la destrucción de la ley desde el Estado, como pretenden los revolucionarios de nuestros tiempos, sino para proteger a la sociedad civil contra la inestabilidad crónica. Para Bolívar, el gran enemigo que se asomaba en el horizonte de nuestra historia nunca fue el gobierno estadounidense, sino el peligro de caer, como predijo a un mes de su muerte en 1830, “en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas.”

¿Valió la pena independizarnos de España si ese era el futuro que nos esperaba?El Bolívar esperanzado de la Carta de Jamaica, escrita en 1815, argumentaba que la América española bajo el absolutismo borbónico no solamente carecía de libertades, siendo particularmente horrenda la permanencia de la esclavitud, sino que además promovía “una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas.” Nos gobernaban burócratas extranjeros interesados principalmente en promover el bienestar de la Península, no en desarrollar a la colonia. La solución, entonces, no solamente consistía en otorgarle libertades civiles y económicas a la población, sino en forjar dirigentes latinoamericanos con la experiencia y el arraigo necesarios para gobernar a la región según nuestros propios intereses. Ante un imperio altamente centralizado e intransigente, incapaz de ceder incluso ante la amenaza existencial de la invasión napoleónica, el primer paso tendría que ser la independencia.

El sueño de Bolívar, entonces, era una América autónoma, próspera, libre y abierta al mundo, gobernada por patriotas ilustrados fieles a la institucionalidad y a los intereses de la población. Soñaba con el equilibrio entre lo que hoy podríamos denominar la democracia, la tecnocracia y el imperio de la ley.

En Colombia, nunca hemos logrado sostener ese equilibrio a la perfección. Cada capítulo de nuestra historia contiene tragedias y abusos. Aún así, debemos enorgullecernos de habernos acercado al sueño de Bolívar en tres ocasiones distintas: durante el milagro cafetero de 1909-1929, el Frente Nacional de 1958-1974 y, en el pasado reciente, entre 2002 y 2022. Estas tres etapas, cada una el alegre epílogo a un episodio de violencia política, se caracterizaron en diversas medidas por el crecimiento económico, la consolidación institucional, la sabiduría en la administración estatal y la creencia firme en una Colombia abierta e integrada al mundo democrático.

La izquierda radical promueve una memoria histórica especialmente injusta con esos tres periodos históricos, amplificando sus peores defectos e ignorando casi totalmente sus enormes logros, porque sólo así pueden construir la ilusión de doscientos años de fracaso colombiano, otro mito en el que basan su legitimidad política. Consciente de la imperfectibilidad del ser humano, confío en que Bolívar nos recomendaría tratar de aprender de aquellas épocas en las que más nos acercamos a su ideal.

Confío, además, en que Bolívar sabría identificar algunas de nuestras mayores debilidades crónicas, pues las supo identificar en su época. En 1812, escribió que el primer intento de establecer una república liberal en Venezuela había fracasado por la “clemencia criminal” de sus gobernantes, quienes, al perdonar y así empoderar a sus enemigos impenitentes, contribuyeron “más que nada a derribar la máquina que todavía no [se había] enteramente concluido!” Seguramente Bolívar criticaría implacablemente nuestras concesiones a las Farc y el M-19, entre la magnanimidad irracional de los procesos de paz y el perdón social en las urnas.

En 1819, Bolívar defendió desde Angostura el empoderamiento de quienes luchan y trabajan por el interés nacional, declarando que un pueblo que “no aplaude la elevación de sus bienhechores, es indigno de ser libre y no lo será jamás.” Seguramente se opondría al tratamiento abusivo que reciben hoy nuestros militares y policías, defensores consistentes de la institucionalidad en un país donde serlo implica poner la vida en riesgo.

En fin, Bolívar nos invitaría a premiar el apego a las instituciones y castigar la demagogia y la violencia política. Declaró en Ocaña, en 1828, que “la corrupción de los pueblos nace de la indulgencia de los tribunales y la impunidad de los delitos,” y que “la anarquía destruye la Libertad.”

En los últimos años, hemos empoderado a los tiranuelos, abandonado los verdaderos ideales de Bolívar y reivindicado la posición, a mi juicio equivocada, de que nunca merecimos la independencia. Todavía podemos cambiar el rumbo, construir una sociedad digna de admiración universal, y así demostrarle a Bolívar que su vida y obra no fueron en vano.