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Luis Jaime Salgar reforma tributaria

Los cantos del alcabalero

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Hace unos días el presidente Petro comentó que tiene previsto presentar al Congreso una nueva reforma tributaria, una que le permita compensar los efectos de las decisiones de la Corte Constitucional mediante las cuales se ha declarado la inexequibilidad de varios de los nuevos impuestos que fueron establecidos en la reforma anterior.

Es una mala noticia. De la forma en que lo plantea se deduce que esta nueva reforma buscaría sólo aumentar el recaudo, en vez de perseguir los cambios estructurales que requiere nuestro sistema impositivo.

El ministro Bonilla, por su parte, ha dicho que la nueva reforma buscaría redistribuir las cargas tributarias mediante un aumento de las tarifas de las personas naturales y una reducción de las tarifas de las personas jurídicas. Es decir, un mensaje totalmente distinto.

Las diferencias que se advierten ya entre el mensaje del presidente Petro y las palabras del ministro de Hacienda preocupan en la medida en que no sabemos cuál es realmente el objetivo que busca satisfacer. Sin un propósito claro, la nueva reforma -si el Gobierno finalmente la presenta- se encargará de acentuar los graves defectos que lo aquejan.

Pese a que han corrido ríos de tinta sobre la materia, toca repetirlo de nuevo: Colombia tiene el peor sistema tributario entre los países de la OCDE. Es un problema de vieja data que todos los gobiernos, desde hace 30 años, se han encargado de acentuar.

Salvo casos puntuales, las reformas tributarias han tenido el propósito único de aumentar la exacción de recursos. Poca o ninguna atención se les han prestado a los objetivos de propender por la implementación de un sistema que pondere de forma adecuada los requerimientos del Estado con las expectativas y necesidades de los contribuyentes, distribuya equitativamente las cargas y asegure las pautas para un crecimiento sostenible en el largo plazo.

En fin, las reformas tributarias solo buscan sacarles plata a los contribuyentes y no ayudar a la construcción de una institucionalidad impositiva.

Si eso ha sucedido tradicionalmente con gobiernos afines a las libertades económicas y el papel de los particulares en el desarrollo del país, imagínense cómo serán las pretensiones de la actual administración, esencialmente adversa a la empresa privada. Así pues, sería casi un milagro que esta administración les dé un respiro en materia tributaria, luego de los varios golpes que les ha asestado.

Hace años que se habla de la reducción de las infinitas cargas de deben soportar las empresas. Así lo han manifestado los innumerables estudios y las comisiones de expertos, en algunas de las cuales ha participado el ministro Bonilla.

Pero eso no es lo que ha dicho el presidente. El argumento que esgrime Petro para justificar la nueva reforma que anuncia da ya noticia de lo que tiene en mente. Su propósito, como lo habíamos indicado ya, es el de recuperar los recursos que -según él- ha perdido por las decisiones de la Corte Constitucional que le han sido adversas.

Aunque taquillero, este argumento es engañoso. La Corte no les ha quitado recursos al Gobierno ni al país, sino que se ha limitado a impedir que se impongan cargas adicionales que carecen de todo sentido de justicia y de racionalidad.

La sentencia que declaró la inconstitucionalidad de la norma que prohibía deducir las regalías pagadas por las empresas carboneras y petroleras es el mejor ejemplo: la norma llevaba a que estas empresas tuvieran que pagar impuesto de renta sobre recursos ya entregadas al Gobierno a título de regalía. Un total abuso.

Tan grave fue el exabrupto que la Corte -usualmente proclive a bendecir disposiciones tributarias incluso de muy cuestionable validez- esta vez se vio obligada a declarar su inconstitucionalidad.

Los defectos estructurales de nuestro sistema tributario son un lastre que amarra al país, erosiona su desempeño y restringe sus resultados. A diferencia de lo señalado hace unos meses por la entonces ministra de Minas y confirmado por el propio presidente Petro, el desarrollo económico es un privilegio que favorece ampliamente a quienes lo logran, pero que sobreviene luego de años y años de trabajo disciplinado y de esfuerzos consistente. Es una delicada flor que exige de cuidado, y no una maleza que surge por generación espontánea.

El país necesita una reforma tributaria. De eso no cabe duda. Pero no una así, visceral como la ya anunciada por el presidente, la cual sería, nuevamente, de corte meramente exactivista, sino una de naturaleza estructural que tal vez es la que busca el ministro Bonilla.

Habría que volver a las preguntas básicas: ¿Cómo debería ser la distribución de los impuestos entre los distintos sectores de la sociedad? ¿Qué tipo de impuestos debería haber? ¿Quiénes son las personas a las que se les debería exigir un mayor esfuerzo? ¿Quiénes deberían ser los destinatarios de los beneficios? ¿Cuáles son los criterios para el reconocimiento de tales beneficios?

El gasto también debería ser objeto de examen. El país tendría que establecer cuáles son realmente los derechos que está dispuesto a -y en capacidad de- asegurar, las prestaciones con las que se puede comprometer. Todas ellas exigen recursos que permitan su financiación. Son, en su mayoría, recursos que provienen del esfuerzo de los contribuyentes y que, por tanto, deberían ser ejecutados de manera responsable.

Ofrecer respuestas transparentes para estas cuestiones sería un excelente legado que podría dejar este gobierno del cambio. Ojalá fuere así. No obstante, hay poco espacio para la esperanza. La realidad es que el que ha sobrevenido, ha sido un cambio de 360 grados. Todo cambia, pero al final todo sigue igual. Igual, pero peor.

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