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Luis Jaime Salgar Opinión

Libertad, secuestro y botín de guerra

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Han corrido ríos de tinta sobre este mismo tema y, sin embargo, toca decirlo de nuevo para ver si de tanto repetirlo haya quien, finalmente, esté dispuesto a oír: las negociaciones de paz deben partir de unas reglas básicas, unos pilares de elemental importancia que aseguren la preservación de estándares incluso primarios de civilidad.

Sin el respeto a esos pilares básicos, la negociación pierde cualquier sustrato de legitimidad de la que pueda gozar y se convierte en un mero regateo entre mercachifles de la guerra.

Uno de esos pilares básicos radica en el cumplimiento absoluto del mandato que obliga a las partes en contienda a mantener a los civiles al margen de las hostilidades. Esta regla, columna central del DIH, busca que personas vulnerables o simplemente indefensas frente a la crudeza de las armas no queden envueltas en conflictos de los que nada van ganar y en los que sí tienen todo para perder.

El secuestro de civiles es una de esas conductas que supera todas las prohibiciones. No estoy diciendo, por supuesto, que otras modalidades de retención de seres humanos sean tolerables. Evidentemente, no lo son. Pero, en la esfera de los muchos matices que tiene lo inadmisible, el secuestro de civiles es una de esas conductas que de forma más profunda supera los distintos umbrales de las prohibiciones.

Al fin y al cabo, la libertad es la más preciada característica del ser humano, el rasgo que realmente le otorga su identidad. Una persona que no tiene la calidad de combatiente no tiene por qué perder su libertad en el marco del conflicto.

Es muy grave que el Gobierno se haya abstenido, hasta ahora, de exigir el cumplimiento de esta y otras normas básicas como condición para continuar con cualquier proceso de paz. No se trata sólo de una omisión inexcusable, sino de una conducta cuya complicidad se ve ratificada en declaraciones como las del ministro del Interior, a través de las cuales justifica el exabrupto.

Una negociación seria debe partir de unos mínimos inamovibles; las líneas rojas de las que tanto se habla. Más aún cuando el adversario rechaza el proyecto de sociedad que hemos construido de manera colectiva durante décadas y que goza del reconocimiento de la inmensa mayoría: el Estado colombiano no es el vehículo de opresión que el ELN y los demás movimientos armados ilegales pregonan, sino un conjunto de instituciones y acuerdos que, pese a sus miles de defectos, vicios y errores, han logrado traer bienestar para la gran mayoría de compatriotas.

La tolerancia que exhibe el actual gobierno frente a estas conductas aberrantes debe generar el más vigoroso rechazo. Se le debe exigir, así sea a través de columnas inocuas de prensa que sólo sirven para dejar un testimonio sordo, que supedite las negociaciones a que medie un compromiso claro y definitivo con el cumplimiento de unas reglas esenciales de la vida en comunidad.

¿Cómo puede aceptarse que un grupo armado ilegal, como el ELN, que dice actuar en defensa de los derechos del pueblo colombiano, haga del secuestro de civiles el mecanismo del que se sirve para lograr sus objetivos? ¿Cómo puede el Gobierno permitir semejante incoherencia? ¿Cómo admite el presidente Petro las declaraciones de Antonio García en las que afirma que el ELN nunca ha acordado con el Gobierno la suspensión del secuestro? Una afirmación de este talante desafía no sólo a las autoridades sino a la población colombiana en su conjunto.

El secuestro de civiles debería ser una práctica que sólo podría tener una consecuencia: la terminación de las negociaciones. Así de simple. Sin este requisito, los diálogos llevan a que el Estado renuncie a su más sustancial de sus deberes: velar por la protección de su población.

Como ciudadano colombiano, entiendo bien que hay situaciones que llevan a que la fuerza pública tenga límites que le impidan cumplir a cabalidad con sus responsabilidades. Hace unos años pensaba que prácticas aberrantes como el secuestro eran cosa del pasado. Y, aun así, soy consciente de que vivir en este país trae unos riesgos que no experimentan los residentes en otros lugares. Sé bien que mi libertad podría ser arrebatada por delincuentes que dicen perseguir un mejor país.

Es una situación que me angustia y me genera preocupaciones significativas. Es, sin embargo, una carga que estoy dispuesto a asumir siempre que se trate de un problema que el Estado reconoce y enfrenta, así sea con restricciones.

Pero, ver que el Gobierno que presuntamente me representa y que, en teoría, actúa en nombre de todos, acepta convertir el secuestro de civiles en una moneda de cambio en el marco de una negociación con un grupo armado al margen de la ley, me lleva a pensar que, en las actuales negociaciones, la promoción de los derechos básicos de la población no es una de las prioridades, sino una de las mercancías que hacen parte del botín.