La controversia que ha habido estos últimos días sobre el monto del presupuesto del 2025 ejemplifica los muchos problemas por los que actualmente atraviesa nuestro sistema político. Quisiera explorar algunos de ellos.
Primero, el Gobierno se niega a aceptar las funciones de control que la Constitución le atribuye al Congreso. Es una responsabilidad de la mayor importancia. El Congreso -y no el Gobierno- es el órgano de representación por excelencia, así que bien haría el Gobierno en tomar en consideración las preocupaciones que el Congreso ha manifestado sobre los recursos que efectivamente podrán comprometerse para el 2025. No obstante, el Gobierno ha preferido hacer caso omiso a la voz de los representantes de la voluntad popular.
Segundo, la actitud del Gobierno confirma -una vez más- sus tendencias autoritarias. El presidente ha excedido en no pocas ocasiones sus competencias al tiempo que ha buscado la forma de erosionar las competencias ajenas. Por ejemplo, se niega a aceptar la función de la que dispone el CNE para examinar la financiación de las campañas y para declarar -si así se demuestra- la vulneración de los topes; les imparte instrucciones a las Cortes y a la Fiscalía sobre el ejercicio de sus responsabilidades; condiciona la asignación de recursos de cofinanciación de las regiones a la aceptación de su agenda personal. Si lo hace en esferas en las que carece de atribuciones, con mayor razón lo hará en un ámbito en el cual la Constitución le reconoce la posibilidad de desplazar al Congreso en relación con la expedición del presupuesto, así ello silencie un diálogo fecundo que podría haber entre administración y parlamento.
Tercero, el Gobierno pretende vincular el presupuesto de ingresos con hechos futuros que podrían suceder o no. Para este año se incluyeron unos ingresos provenientes de conciliaciones de obligaciones a favor de la DIAN, lo cual no sucedió. Para el 2025 vamos por el mismo camino. ¿Va a haber reforma tributaria? El Senado ya ha mostrado su muy poca afinidad con tal iniciativa, de manera que, como en un casino, hay una porción significativa del presupuesto de ingresos que depende de cómo rueden los dados.
Cuarto, continúa la proliferación de promesas que seguramente no se van a cumplir. El presupuesto supone un resultado (los ingresos que va a haber) y, a partir de allí, autoriza unos gastos. ¿Qué pasa si los ingresos finalmente son inferiores a los presupuestados? Que no hay de dónde gastar. Coincido con quienes opinan que es preferible dejar para una futura adición presupuestal los ingresos adicionales que puedan generarse (bien por las conciliaciones con los deudores de obligaciones fiscales, por la muy cuestionable reforma tributaria o por cualquier otra causa), en vez de arrancar el año con un monto que quizá no se alcance.
Es una mera consecuencia del principio de planeación: démosle primero prioridad a las erogaciones que podemos asumir con los ingresos seguros y dejemos para después el debate acerca de cómo gastar los recursos cuya obtención está condicionada o es menos probable.
Quinto, el desinterés que ha mostrado frente a las preocupaciones del Senado con el proyecto de presupuesto del 2025, demuestra que el Gobierno se empeña en su irresponsabilidad fiscal. Es cierto que una administración puede incrementar las asignaciones presupuestales si así lo han decidido sus votantes. Ese es el juego político.
Lo que no puede es incrementarlo sin ninguna racionalidad. El presidente y su ministro de Hacienda no han implementado acción alguna encaminada a mejorar la calidad del gasto. Es por ahí por donde deberían comenzar.
La asignación y ejecución de los recursos públicos es preocupante. Hay ineficiencias manifiestas que llevan a que los objetivos que el Estado persigue a través de los recursos que ejecuta se satisfagan sólo de modo superficial: los servicios públicos empeoran; la salud está amenazada; la infraestructura no avanza; el servicio civil es lento e ineficiente; la corrupción campea; financiamos incluso a delincuentes para que se abstengan de delinquir (aunque lo siguen haciendo como resultado de una política que parecería buscar el doble ingreso). Esos son los fines que debería satisfacer el Estado con la chequera de la que dispone.
A pesar de lo anterior, el Gobierno pretende extraer recursos adicionales de unos contribuyentes abrumados por unas cargas impositivas insoportables. Quizá la reforma logre unos pesos adicionales para el 2025 pero su efecto de largo plazo será el de continuar disecando con mayor severidad la economía. Es una medida muy grave que cada día le resta competitividad al país. Colombia tiene ya la reputación de contar con el peor sistema tributario entre los países de la OCDE de manera que, al parecer, haremos esfuerzos adicionales por consolidar el título.
Es un mal título, que cada vez condena con más rigor nuestras expectativas de alcanzar el desarrollo.